sábado, 23 de mayo de 2009

Aullidos de Lobos


Despertó de aquel profundo sueño. Despertó aterrada. Despertó en medio de una oscura noche de invierno, a las afueras de un espeso bosque de tapiz blanco. Llevaba las mismas ropas del día anterior y una sensación tremenda de confusión. Se paró media tambaleante, estaba algo desorientada, sus recuerdos eran borrosos y vacios. Su teléfono estaba sin señal y a momentos de terminarse la batería. Sintió frío, hambre y una inmensa impotencia. Comenzó a caminar torpemente por una dirección que no estaba segura. Todo era extraño, absurdo y tenebroso. Solo lograba ver aspectos ambiguos por aquella escaza luz del cielo. Con el pasar de las horas, sonidos agudos proveniente de lo más hondo del lugar provocaron una reacción esporádica de escalofríos. Aullidos de lobos saturaron sus pensamientos. Aullidos que provenían de todos lados, de todas las formas. La incertidumbre la carcomía, su angustia la devoraba y el miedo la atajaba. Se armó de valor y continuó su marcha, mientras se persignaba seguidamente. Comenzaron de vuelta los aullidos, empezaron movimientos en el bosque, comenzó la paranoia. En un momento dado, por detrás, escuchó un estruendo de hojas secas que sonaban de forma sollozas lentamente en dirección de ella. Percibió la presencia de algo que le transmitía un singular aliento cálido. Su cuerpo se estancó análogo a una estatua de hielo y sus ojos empezaron a moverse para todos lados. Hubo una pausa. Su respiración sacudía agitación silenciosa, el corazón vagaba por su angosto esófago, y frías gotas se movilizaban por su frente. En un infortuito acto de sonido improvisado por segunda vez la impulsó a correr desesperada por el inocuo camino resbaladizo, entre rocas y arbustos. Corrió hasta que sus piernas no dieron más. Corría mientras agitaba sus brazos para luchar contras las ramas. Corría a pesar de sus tropiezos. Lo hacías a pesar de su angustia, a pesar de sus miedos. Lo hacía por inercia, hasta tal punto que olvidó por qué lo hacía. Se detuvo. Respiró. Miró para atrás y todo era incierto. La niebla deambulaba y las lechuzas revoloteaban. Su cuerpo sacudía respiración entrecortada, sus manos se apoyaron en sus rodillas, miró una roca, gateó hasta ella y en un zambullido y descarga de impotencia frenética lloró. Fieras lágrimas caían espesamente, su rostro se desfiguró. La angustia empezaba a asfixiarla. Volvieron a escucharse los aullidos a la distancia, entre las nieblas, entre los árboles. La fría brisa se movilizaba a un temperamento colérico melancólico. Los aullidos se aproximaban. Dejó de llorar. Se secó las penas y se sonó la angustia. Inició a escavar la nieve atenta de lo que pasara. Escuchó pasos y deformaciones de la noche. Continuaron los aullidos y la incertidumbre. Su teléfono cayó al suelo, miró hacia abajo, le sacudió la nieve y una asedia sombra proyectada en su mano la descompensó dejando caer por segunda vez el móvil. Levantó la cabeza lentamente, rogando de una manera deseperada que todo fuese una ilusión óptica de alguna mala broma del entorno, por lo que su mirada levantó vuelo hasta que sus expectativas se derrocaron. Los aullidos se habían materializado. Una loba blanca de aspecto mansa, la miraba atentamente; sus dos esferas azules se alinearon con las dos verdes de ella. Ésta la observaba, la indagaba, y ella solo aludía a mirarla de reflejo. De pronto levantó un aullido agudo al cielo, y los demás cesaron. Volvió su mirada para con ella, y comenzó a acercársele lentamente. Ella en reacción comenzó a retroceder al mismo tiempo, pero aquella roca la imposibilitaba. Su hocico quedo a centímetros de su temblorosa nariz, su olfato se mezcló con su inocua respiración. Tuvo un espasmo, estuvo a punto de quebrar en un ataque de pánico, estuvo a punto de. La loba retrocedió; la miró inspecciosamente otra vez y se fue. Antes de que se perdiera entre las siluetas nocturnas, se detuvo y volvió a cruzar la mirada; ella lo interpretó, extrañadamente, como un signo de amistad muy fuera de lo común, después de una sensación de calma que infundía la lobezna albina, luego de que no le hiciera nada, de aquel maravilloso acto pasivo. Se paró, sacudió y la siguió. Mientas iba tras ella, no entendía por qué lo hacía. Al cabo de unos minutos el animal frenó ante una peculiar cueva, volvió a mirarla, giró la cabeza y se marchó. Los aullidos habían cesado, el viento también y la calma la envolvió repentinamente. Decidió entrar en la estrecha cueva y entre piedras su cansancio recostar. Y después de unos minutos, ya agotada emocionalmente, durmió. No se escuchaba más nada en el ambiente, todo era silencio pleno. Todo era silencio puro.
No obstante, a media noche, sigilosas sobras caninas comenzaron a entrar una a una por el rocoso lugar... las hojas estaban quietas, el céfiro apaciguado, y una manada hambrienta expectante de su comida. Me pregunto, ¿Toda historia siempre debe tener un final feliz? No lo creo. Aquel banquete de tinte rojo quedó plasmado en la espesa nieve aquella fría noche, todo cerró en aquel sanguinario acto colectivo sellado bajo las tintas rojas que terminó con un ritual de aullidos expansivos, bajo las sombras y el instinto en aquel indiviso bosque, que lamentosamente y de forma bestial, la mujer no salió airosa para contarlo. Sólo quedaron impregnados en su rastros aullidos. Aullidos decisivos. De los que nunca, en su vida, debió escuchar.

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